Terremoto en Ecuador
A veces vivimos experiencias que ni en nuestras peores pesadillas imaginaríamos, yo esa mañana estaba haciendo cumbre en el volcán Rumiñahui, un pequeño volcán de 4.712 msnm eclipsado por la presencia del taita Cotopaxi que con sus 5.897 msnm es el volcán activo más alto del planeta y justo en esos tiempos estaba en erupción, esa escena formaba una de las muchas maravillas del país.
Horas más tarde, sobre las 18:58 ya en casa descansando pasó algo desconocido para mí, todo comenzó a temblar, no era una sacudida agresiva, era un movimiento ondulado como si el suelo fuese una gigante cama de agua, al principio pensé que se trataba de un mareo, luego comenzaron a caer objetos al suelo, duró casi un minuto, salí fuera y las columnas del porche de la casa en la que vivía parecían de mantequilla.
Minutos más tarde llegaban las primeras noticias, la placa Nazca y la Sudamericana se habían movido en el Pacífico y de esa manera se había originado un terremoto de 7,8 grados, los mensajes eran contundentes, la provincia de Manabí en la costa estaba completamente devastada, toda la ayuda posible era poca.
Uno no sabe como va a reaccionar ante las cosas hasta que suceden, yo en esos momentos no sé cuales fueron los motivos que me impulsaron a hacerlo, si inconsciencia, desconocimiento, ya que si no has estado en una así no sabes donde te estás metiendo, pero un rato más tarde me dirigía hacia el aeropuerto ya que no me sentía nada cómodo en casa sabiendo que el país que me había acogido y ayudado a cumplir tantos sueños estaba destrozado y necesitaba ayuda. Las noticias empeoraban a cada minuto, el país había colapsado.
Al día siguiente, las autoridades comenzaron a fletar aviones humanitarios con voluntarios hacia la zona 0 y junto a otros voluntarios salimos rumbo al epicentro. En poco tiempo sobrevolamos los Andes y aterrizamos en la zona 0, un fuerte calor nos azota, una de las muchas peculiaridades que tiene Ecuador es que todas las estaciones se concentran en un mismo día, y mientras que en la sierra suele ser invierno, en la costa es verano. Junto a ese calor, se sumaba la expresa prohibición de no beber ningún tipo de agua ni líquido que no estuviera embotellado, cientos de almas se encontraban bajo los escombros y el riesgo bacteriológico era extremo. Algo tan sencillo como un trago de agua ya formaba parte de esos privilegios a los cuales estamos acostumbrados y nunca agradecemos. Recuerdo perfectamente, que a cada paso que dábamos, se volvía más presente la energía que había precedido a esa falsa calma que en esos momentos imperaba.
Ya organizados en los campamentos destinados a tareas de salvamento, nuestro día a día pasaba de manera frenética, nos levantábamos a primera hora , desayunábamos lo que podíamos y nos poníamos a preparar toda la ayuda recibida, la cargábamos en los convois y nos dirigíamos hacía las zonas de mayor impacto. Nos organizábamos en médicos, paramédicos y psicólogos, por mi formación y experiencia en el área de los Recursos Humanos y porque era donde más déficit había de voluntarios, fui destinado a la unidad de psicólogos. Cada día solía hablar con más de 30 personas, las horas pasaban y la carga emocional aumentaba hasta que todo se paraba, era como si el mundo dejase de girar, ya que se escuchan ruidos entre los escombros, posiblemente se trate de alguien con vida, el silencio imperaba y comenzaba el ritual, los perros agitados, olisqueando y metiéndose en grietas donde no llegábamos los humanos, detrás rescatistas y un extremo cuidado, los restos y escombros tienen alto riesgo de derrumbe… y por último las máquinas excavadoras, con su paleo hipnótico, y en ese punto, seas creyente o no, nos encomendábamos a lo que podíamos, porque solamente deseábamos que saliera alguien con vida, cada vida rescatada se celebraba como un gol en un mundial.
Durante el día, mientras vas atendiendo a los damnificados, escuchas cosas de todo tipo, te van llamando de un sitio, de otro, se forman largas colas para hablar porque necesitan ser escuchados, y aunque tengas una respuesta o no, después de las lágrimas siempre hay una sonrisa y un agradecimiento.
Las jornadas eran muy largas, y dependiendo de cómo haya ido el día, la vuelta a la base podían ser más agradables o más tensas, a veces no teníamos fuerzas ni para conversar, pero poco a poco se iba fraguando una hermandad, nos apoyábamos y el sentimiento de hermandad se iba forjando entre nosotros, los momentos en la base algunas veces difíciles, eran frecuente presenciar algún ataque de ansiedad, o sentir como se desplomaba un edificio próximo totalmente deteriorado por los efectos del terremoto. También habían silencios sepulcrales, como pasó una noche, que tras toda la jornada, conversábamos con el equipo de sismólogos que habían venido de todas partes del mundo a prestar su ayuda y al cual les preguntábamos cual era el riesgo más grande al que nos enfrentábamos por estar ahí. Existen muchos riesgos, nos comentaron, desde el bacteriológico, las constantes réplicas, pero el peor el riesgo de tsunami. Y que deberíamos hacer si se presenta una alerta de tsunami? Poca cosa, fue su respuesta… ir hasta el punto más alto en el menor tiempo posible. Contando que nos encontrábamos prácticamente a pie de mar y que el punto alto más cercano era una loma que se encontraba a kilómetros, la única alternativa era prácticamente nula. Esa noche nos costó dormir a todos, yo pensaba en mi familia, tan lejos.
Aún así, a medida que iban pasando los días íbamos cambiando lágrimas por sonrisas, iba brotando la esperanza y aprendíamos muchas lecciones, una de ellas, la actitud como afrontaban la vida los que lo habían perdido todo, aún así, la vida a veces da malas cartas a quien menos lo merece y ese mes de abril, les dieron las peores a más de mil almas y tuvieron ningún tipo de elección.
Vivimos ritmos frenéticos como si a nosotros nunca nos pudiera pasar nada de esto, como si tuviéramos una vida extra, como si existiese la posibilidad de volver a la casilla de inicio para hacer las cosas mejor o al menos, de diferente manera.
He podido apreciarlo durante décadas de trabajo en decenas de empresas, con diversas responsabilidades. Personas muy talentosas en un sinfín de cosas, anclados en esa jaula dorada que representa un trabajo fijo o un contrato indefinido “para toda la vida” hipotecando cerca de 2000 horas al año durante sus mejores años de vida, pero con la sensación que tras eso había amargura y frustración, pero que no se me malinterprete, hay que estar sumamente agradecido a ese trabajo, ya que el agradecimiento y la ilusión son los mejores pasaportes para abandonarlo en el tiempo y despegar hacia nuestros propósitos.
No debemos olvidar que la vida es un regalo, tan perfecto que del mismo modo que se nos otorga, se nos puede arrebatar, pero que ese día en que se nos arrebate, porque ninguno estaremos aquí en ciento cincuenta años, que hayamos hecho que ese regalo haya merecido la pena ser vivido hasta la última consecuencia.