Vivir en la selva

Vivir un año y medio como corredor y entrenador de carreras de montaña ya era todo un sueño cumplido, no daba para grandes lujos pero me sentía muy afortunado,  pero sabéis cuando el cuerpo te pide nuevos retos y desafíos y tienes dos opciones, dárselos o quedarte con la espina de que podría haber sido y con la sensación de que el miedo y la incertidumbre te pudo?

Yo volví a tener esa sensación, no era la primera vez, ya había dejado mi vida en Europa para comenzar una nueva etapa en los Andes, rodeado de volcanes de 6.000 metros en un país de una riqueza natural inigualable, pero precisamente por eso, justo después de ese primer año y medio movido por esa pasión de tener una vida rica y plena, una vida que merezca ser vivida, dejaba mi vida en el corazón de los Andes para iniciar una nueva etapa en la Selva Amazónica.

La pregunta que me hacía una y otra vez era la misma, sería capaz de dejarlo todo, después de haberlo dejado todo? Si! Y… Que haría si no tuviera miedo? Irme al lugar más auténtico que pudiera.

Necesitaba seguir explorando ese camino hacía la soledad, la vulnerabilidad y la inseguridad que nos ofrece lo salvaje y desconocido, recorrer un camino quizás demasiado auténtico. Abandonar la oscuridad del ego para besar la luz de no ser nadie en medio de alguna parte. Aprender a diferenciar entre lo vital y lo secundario.

Así, cerré algunas cosas que tenía en la capital andina y emprendí un viaje de 8 horas de autobús por carreteras secundarias y terciarias hacia el Coca, para desde ahí, viajar en  canoa durante 11 horas hasta uno de los puntos más remotos de la Selva. Durante el viaje en canoa lloré, lloré mucho, lloraba de pura emoción, que hacía un chico de Sant Boi de Llobregat en un lugar como aquél, madre mía! Lloré de felicidad, había dado un paso vital que me acompañaría el resto de mi vida.

Mi primer contacto en la selva fue en una misión de monjes capuchinos que llevaban realizando misiones desde hace décadas, defendiendo los derechos de los indígenas frente a petroleras, madereras y demás explotadoras de recursos. Creo que cuando deseamos algo y ponemos el foco en ello, todo va sucediendo y es así como encontramos personas a nuestro camino eso mismo me pasó, cuando la pareja de uno de mis mejores amigos me facilitó el contacto de uno de los monjes en cuanto se enteró de mis intenciones de explorar la selva y convivir con los indígenas, máximo agradecimiento a Bibi y al hermano Juan Carlos, por la hospitalidad de ambos.

Los días pasaban en la selva mientras conocía a personas fascinantes, fue un 6 de febrero cuando llegué a Alto Edén, allí nos recibía Bolívar, un hombre de mi edad, pero que a diferencia mía estaba sacando adelante a familia compuesta por su pareja, sus cuatro hijos, a su cuñada y el bebé de esta. Nos abrió las puertas de sus cabaña, donde pude conversar un largo tiempo, esa noche acamparíamos en su salón ya que la cantidad de bichos e insectos que habitan en la selva a la orilla de la Selva Amazonas es inconmensurable. Bolívar me comentaría que conocía bien nuestro “mundo” conocía que teníamos potentes carros, grandes plasmas e incluso me habló de hipotecas, de mercados financieros y de ese sistema crediticio que nos hemos inventado, en teoría, para vivir mejor. También me contó como su abuelo crio a su padre y como este le crio a él en los valores de la Selva y la Naturaleza, me contó incluso la historia de cómo generación tras generación cazaban una anaconda y para enterrar su cabeza bajo la cabaña, como ofrenda a la buenaventura y abundancia al espíritu de la Selva, me aseguró que la Selva nunca les había fallado, ya que les había entregado todo cuanto necesitaban para vivir. Que maneras tan diferentes de entender y afrontar la vida dentro del mismo planeta! Lo que me enseñó esa tarde Bolívar no me lo ha enseñado ninguna de las universidades en las que he estudiado.

Mientras tanto, sus hijos no se separaban de mí, todos querían tocar y jugar con el extranjero, era una sensación que había percibido desde el primer día que pisé la Selva, y la verdad, esa apertura que tenían me encantaba, mi acento les provocaba risa y yo así hablaba más, me encantaba verles reír, el regalo que esas criaturas le dieron a mi alma me acompañará siempre y que suerte de poder conservar y tener inmortalizados esos momentos, la vida es un auténtico regalo.

Al cabo de medio mes llegaba a Tereré, hogar de waoranis. Esa mañana había tenido la oportunidad de participar en la minga que realizaba  la comunidad quichua. Las mingas son jornadas comunales en las que de manera cooperativa llevan a cabo una labor social, a favor de la comunidad es decir en su propio favor, se suelen celebrar una vez al mes, desde primera hora de la mañana hasta el medio día y se celebran algunas veces para arreglar una calle, un espacio deteriorado por el temporal, otras veces por tareas de limpieza o para solucionar problemas que afectan a la comunidad. Concluyen tomando chicha, una bebida agria hecha a base de yuca y camote masticado y fermentado con la saliva normalmente de un grupo de mujeres mayores de la comunidad.

Llevaba algunos días sin beber agua embotellada, ya que los líquidos embotellados se transportan en canoa desde la ciudad más cercana, que en este caso se encontraba a unas 8/9 horas según el caudal del Napo, los lugareños muchas veces no contemplaban la posibilidad de cargar las canoas con agua habiendo tanta en el río y estando acostumbrados de manera natural a sus bacterias, por lo que aprovechaban los viajes para transportar otras bebidas normalmente cerveza, refrescos y puntas (licor local) y otro tipo de alimentos y útiles, por eso, algunos días no existía la posibilidad de encontrar agua embotellada.

Con temperaturas de más de 30 grados y una humedad sofocante, ese día esta realmente sediento, por eso cuando llegaba mi turno y me ofrecían el cazo con la chicha, comencé a beber bastante, lo que sobraba de esos cazos las mujeres lo volvían a echar al barreño principal, lo volvían a mezclar con el mismo cazo y se lo pasaban a la persona que tenías a la derecha. Normalmente como muestra de agradecimiento solía mojarme los labios, pero ese día bebí, y bastante.

El resultado no se hizo esperar, pasé el resto del día purgándome entre arbustos hasta quedarme vacío, la selva es dura. La recompensa también llegó en forma de baño en el río con una de las mejores puestas de sol que he visto jamás, una puesta de sol amazónica.

Una de las mayores incertidumbres que tenemos al viajar y conocer nuevas culturas es lo relativo a la alimentación y sobre todo para los occidentales, más aún sobre el gusto o aspecto del alimento en si que no sobre las propiedades del nutriente. Muchos son los viajeros que cuentan de sus viajes como es la comida de aquí o de allí  y pocos los que reflexionan sobre cómo les sentó el nutriente en términos de vitalidad o salud tras comer un tiempo del lugar al que están acostumbrados.

Otras de las cosas que más nos sorprende de la diferencia cultural es el concepto de comestible, lo que en algunos lugares es considerado sagrado, en otros forma parte de la dieta principal. Después de estar años viviendo fuera de Europa reconozco que nunca he tenido muchos prejuicios sobre la comida y siempre he aceptado con agradecimiento todo lo que con buena fe me han ofrecido, alimentándome de cosas que no pensé ni que existían, aún así, si alguna vez hice muestras de que algo no me gustaba, desde aquí disculpas. 

Aún así, reconozco que la selva me puso a prueba más de una vez y con el máximo agradecimiento llegué a la conclusión de que la selva no era para mí, tenía ganas de volver a las montañas de los Andes, eso sí, esta vez más fuerte, a vivir rodeado de colosos de 6000 metros de altura, volver a sentir rugir al Taita Cotopaxi, el volcán activo más alto del mundo, que en ese momento estaba en erupción.